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UN SIGLO DE LO DE TALAVERA. «Crónica sentimental de una ausencia eterna». VUELTA AL RUEDO

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Toda la ciudad está en silencio. Hasta las carpinterías están mudas de martillazos y en las imprentas no se escucha el traca-pum, traca-pum de las máquinas…

_Toda la ciudad está en silencio. Hasta las carpinterías están mudas de martillazos y en las imprentas no se escucha el traca-pum, traca-pum de las máquinas. Hasta la tinta parece más negra hoy, que se ha ido a los cielos sevillanos el Príncipe de los Toreros.

 

 

El silencio en el Kursaal Internacional, donde los que entran y los que salen lo hacen mirándose atónitos a las caras, sin decir nada. Sus tres puertas están en silencio, la que sale a la calle Sierpes, la de San Acacio y la que da a la calle O´Donnell. La Venta de Eritaña —que la cola de mi caballo dos toros negros peinaban…— y Villa Rolla se han quedado mudos. Las gargantas de los flamencos no se atreven a tirar al aire de la madrugada los ayes de la seguiriya. Mudo el flamenco. Inerte el toreo. Vacíos los reservados.

 

Toda Sevilla está en silencio. Sus calles  y plazuelas… La pena llega a la ciudad taciturna en las angarillas de los panaderos de Alcalá. Es una pena seca, grave, con olor a pan nuevo y recién hecho, a harina de los trigales espigados de los sudados campos de la campiña.

 

 

Y es que todos se sienten culpables de la sangre que se ha derramado en Talavera. Todos, los de las gorras y los de los sombreros, lo del sol y los de la sombra. Porque le pedían cada día más y eso —abramos los ojos de una puñetera vez— no puede ser. Y lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Pues nada, los de las gorras y los sombreros querían más y mejor cada tarde. Y más, tiene un pase. O dos. ¿Pero mejor? Mejor, mire usted, ya no puede ser. Y si los de las gorras le refregaban las entradas por los hocicos, los de los sombreros, los que mandaban en la ciudad miran ahora para otro lado, como siempre, que ellos con lo de la pureza de la sangre y lo de las armas, tienen bastante. Pues hoy, ni sangres, ni cunas, ni coronas, ni nada. Hoy todos mirando para otro lado en su eterna indiferencia y desprecio. Que mucho aparentar en las cofradías y en los toros, pero luego, cuando se quedan solos en la cama, en el sillón o en el patio esperando la comida, no les sirve ya nada para nada. Tontos con una corona en la puerta de la casa. Unos imbéciles por muchos dineros que tengan.

 

Lo ha matado la ciudad, no tengo ninguna duda. La ciudad es la que lo ha dejado en las puntas de los pitones asesinos de Bailador. Lo hemos matado todos nosotros, con nuestros achaques, nuestras miopías y nuestras envidias.

 

Cuentan que El Guerra le ha mandado un telegrama al Divino Calvo en el que escribe: “Se acabaron los toros”. Y es que estaban diciendo en las Siete Puertas que un toro ha matado a Joselito en Talavera.

 

Eduardo J. Pastor

 

 

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